Autonomía y enfermedad

Hace ya una década que este capítulo vio la luz en un libro que invitaba a reflexionar sobre la autonomía del paciente en bioética. Entonces, la conversación giraba en torno a cómo respetar las decisiones individuales, casi siempre basándose en la capacidad de la persona para elegir de manera libre y racional. Pero la realidad –especialmente para quienes viven con enfermedades crónicas– ha demostrado que esa visión es demasiado simple. Y hoy, diez años después, el mensaje de este texto se ha vuelto más necesario que nunca.

¿Por qué? Porque la práctica sanitaria ha cambiado profundamente. La población envejece, y cada vez son más frecuentes las enfermedades de larga duración. Esas dolencias no se curan de un día para otro, sino que exigen un acompañamiento continuo y un enfoque que tenga en cuenta no solo lo que dictan los análisis médicos, sino también la experiencia de la persona enferma y el entorno social en el que vive.

Justamente de eso hablaba el capítulo cuando proponía una mirada triádica de la enfermedad:

  • Perspectiva médica (em): la que se basa en la objetividad científica y respalda el principio de no maleficencia: “ante todo, no hacer daño”.
  • Perspectiva personal (ep): la vivencia íntima de quien sufre, un aspecto esencial para entender sus miedos, sus decisiones y la forma en que la enfermedad afecta a su identidad.
  • Perspectiva social (es): el modo en que la comunidad y las instituciones valoran la enfermedad, con sus propias reglas, prejuicios y apoyos.

Esta tríada sigue siendo fundamental porque, a lo largo de la última década, no solo ha cambiado el perfil de las enfermedades, sino también la forma en que gestionamos la información y nos comunicamos. La llegada de nuevas tecnologías y el mayor acceso a datos médicos obligan a replantear cómo se ejerce la autonomía: no basta con firmar un consentimiento informado o decidir entre dos tratamientos. Hay que considerar:

  • La dimensión funcional: la capacidad real de la persona para llevar a cabo los cuidados que ella misma ha decidido.
  • La dimensión informativa: el manejo de los datos personales, el derecho a controlar la información sobre la propia salud.
  • La dimensión narrativa: la construcción de un relato compartido, que dé sentido a la historia clínica y vital del paciente.

Aquel capítulo también ponía el dedo en la llaga sobre algo que hoy sigue siendo una asignatura pendiente: la participación de las personas enfermas en las decisiones que toman los comités de ética. Aunque se habla de autonomía, la mayoría de esos comités está integrada por profesionales, y la voz de los pacientes a menudo queda en un segundo plano.

Ahora, una década después, estas reflexiones cobran un matiz aún más urgente. Las sociedades contemporáneas han visto cómo la longevidad y los cambios demográficos exigen modelos de atención centrados en la persona, y no únicamente en su patología. Además, el debate bioético sigue en primera línea: ¿hasta qué punto deben participar los pacientes y los ciudadanos en la gobernanza de la salud? ¿Cómo se protege la vulnerabilidad de quien sufre una enfermedad crónica sin infantilizarlo ni quitarle poder de decisión?

Así que el texto de Casado y Etxeberria continúa vivo, recordándonos que la autonomía no es algo dado por sentado, sino un proceso complejo que necesita de una atención integral: médica, personal y social. Un proceso que reconozca la vulnerabilidad de la persona enferma, pero también su capacidad de decidir, de cuidar de sí misma y de contar su historia al mundo. Y si diez años no han bastado para asimilar por completo estas ideas, quizás este sea el momento perfecto para volver a ellas con renovada determinación.

Casado, A., & Etxeberria, A. (2014). Autonomía y enfermedad: qué puede aportar la filosofía de la medicina a la bioética. En: A. Casado (ed.), Autonomía con otros. Ensayos sobre bioética. Plaza y Valdés, 35-62.